El sonido producido por las teclas de la máquina de escribir resonaban por la habitación. Hacía días que ya no era él mismo, se había perdido entre el dolor y la tristeza. Libros, hojas de papel y cristales rotos esparcidos por el suelo dejaban entrever cuán caóticos habían sido esos últimos días. El insomnio se apoderaba de él cada noche , nada era capaz de apaciguar ese dolor que con garras se adhería a su corazón. Sentía en su interior algo rompiéndose lentamente y desgarrando a su paso todo aquello que encontraba por delante. Se acarició las muñecas deslizando los dedos allí donde más de una vez había intentado abandonar este mundo soñando con cerrar los ojos y no volver a abrirlos. Cerró los ojos, y dejó de escribir. El sonido de la lluvia contra los cristales hizo que abriera los ojos. Allí donde antes había vida ahora había un vacío que con nada parecía poderse llenar. Era de noche, y también la oscuridad se había apoderado de su interior. Se cansó de buscar razones por las cuales debía luchar y volvió a presionar las teclas de la máquina con delicadeza pensando detalladamente en las palabras y frases que estaba dispuesto a que fueran las últimas, pensando en el adiós con el que tantas veces había soñado. Apenas un atisbo de luz se introducía con timidez entre las cortinas producida por las farolas de la calle, y aún así, pasar la mano por el revuelto cabello fue suficiente para que volvieran a su mente aquellas noches en las que sentado al borde de la bañera y sosteniendo en la temblorosa mano derecha una cuchilla, había intentado abandonar ésta realidad arrastrándola con fuerza sin pensar, sintiendo ese extraño picor del metal cortando allí por donde la vida corría sin cesar. Lágrimas amenazaban con caer entre las revueltas pestañas. Y no lloraba por haber intentado acabar con su vida, lloraba por no haberlo hecho antes.
Aquella noche acabó con una carta llena de dulces palabras de Adiós.
Aquella noche acabó con un ansiado y esperado fin del latir de su corazón.